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Cuatro bibliotecarios rompen su silencio en el caso de los historiales de préstamo

Artículo de Alison Leigh Cowan en The New York Times, 31 de mayo, 2006. Trad. de Maria J. del Olmo

Cuatro bibliotecarios de Connecticut a los que se les había prohibido revelar que habían recibido un requerimiento del gobierno federal de EE UU para entregar el historial de préstamos de algunos usuarios, hicieron declaraciones ayer y expresaron su frustración ante el exceso de poder que ha otorgado la USA Patriot Act a las autoridades policiales.

Los bibliotecarios tomaron la palabra por turnos desde el despacho de sus abogados, y se identificaron públicamente como el colectivo John Doe que demandó al fiscal general de EE UU (similar a nuestro ministro de justicia), tras recibir una petición confidencial de entregar el historial de préstamo de usuarios como parte de una operación secreta de lucha anti-terrorista. Se les ordenó, bajo amenaza de procesamiento, que guardaran silencio absoluto sobre la petición que habían recibido. Los bibliotecarios, todos con puestos directivos en un pequeño consorcio de Windsor, Connecticut, llamado Library Connection (Conexión Bibliotecaria), declararon estar en contra del poder sin restricciones del gobierno para exigir historiales de préstamo, además de indignados por haber sido sometidos a una orden de confidencialidad tan ambigua y poco definida.

“Yo soy John Doe, y si antes de hoy hubiera revelado que el FBI estaba investigando historiales de préstamo bibliotecarios, podría haber ido a la cárcel” dijo uno de los cuatro, Peter Chase, bibliotecario de Plainville, perteneciente al comité ejecutivo de la junta directiva de Library Connection.

La semana pasada, la organización obtuvo una victoria parcial en su batalla ante los tribunales, cuando una comisión de tres jueces del Segundo Distrito del Tribunal de Apelaciones de EE UU, en Manhattan, desestimó la apelación del gobierno, y permitió la revocación de la orden de secreto decretada por un juez perteneciente a un tribunal de rango menor. Pero los cuatro bibliotecarios declararon que seguían enormemente preocupados por el hecho de que otras provisiones de la Patriot Act pudieran tener un efecto disuasorio sobre los ususarios de bibliotecas.

George Christian, director ejecutivo del consorcio Library Connection, explicó que él fue el primero en recibir la petición confidencial del FBI, algo que ya suponían los que habían leído el sumario con detenimiento. Antes de que el Congreso revisara la Ley Patriótica en marzo, esas peticiones, conocidas como national security letters (cartas de seguridad nacional), iban habitualmente acompañadas de de una notificación que prohibía al receptor revelar a nadie, a perpetuidad, que la petición había sido cursada. Tras los atentados del 11 de septiembre, las cartas de seguridad nacional han proliferado como herramienta de investigación habitual, precisamente porque escapan al control judicial.

“Me quedé anonadado ante las restricciones que la orden-mordaza me imponía” declaró el Sr. Christian, que comentó que cuando recibió la petición no estaba seguro de si podía consultar a un abogado o a su propia junta directiva.

“El hecho de que el gobierno pueda, y de hecho se esté dedicando, a escrutar a hurtadillas lo que hacen los usuarios de bibliotecas tiene un efecto demoledor, porque el usuario nunca está seguro de si el Gran Hermano está cotilleando sobre su hombro," añadió.

El hecho de ser libre para hablar ahora, semanas después de que la Patriot Act haya sido refrendada durante unos cuantos años más, es “algo así como que te permitan llamar a los bomberos, una vez que el edificio ha ardido ya,” dijo.

Barbara Bailey, bibliotecaria de Glastonbury, y Janet Nocek, de Portland, comparecieron junto a sus colegas Chase y Christian; ambas forman parte, junto al Sr. Chase, del comité ejecutivo de la Junta del consorcio Library Connection.

Los bibliotecarios describieron algunos momentos especialmente surrealistas de su larga batalla legal que dura ya casi un año. Contaron que cuando el juez oyó las alegaciones de su caso en Bridgeport, tuvieron que oirlo a través de una conexión con la televisión de Hartford, porque los abogados federales no querían que ellos estuvieran presentes en la vista. El Sr. Christian cuenta además cómo se veía forzado a permanecer en silencio cuando su hijo Ben le preguntaba por qué tenía que esquivar las llamadas de los periodistas.

La Sra. Bailey comenta lo extraña que se sintió cuando la Asociación de Bibliotecarios de Connecticut concedió un premio “en ausencia” a John Doe, y ella, que estaba entre el público asistente, se sintió obligada a participar en la cerrada ovación que ofrecieron sus compañeros, para no delatarse. El Sr. Christian comentó que él mismo y otros responsables de algunos consorcios bibliotecarios de Connecticut habían llegado a pensar seriamente en contratar un abogado para hacer presión contra la Ley Patriótica, pero habían descartado la idea porque el gobierno había asegurado que sólo había una remotísima posibilidad de que la investigación federal se dedicara a escrutar historiales bibliotecarios. “Nos fiamos de ellos, pero está claro que nos equivocamos”, dijo el Sr. Chase, mientras señalaba que la organización a la que pertenece iba a seguir oponiéndose a otros aspectos de la demanda del gobierno.

El texto revisado de la Patriot Act deja ahora más claro que los receptores de esas cartas de seguridad nacional sí pueden consultar a un abogado, en parte gracias al interés que ha despertado el caso de Connecticut. Pero aún así, algunos abogados del Sindicato Americano de Libertades Civiles (ACLU, American Civil Liberties Union), que llevan el caso sin cobrar, aseguran que la Ley sigue teniendo muchos defectos.

Ann Beeson, abogada de ACLU, comentó su desaliento al comprobar que el gobierno solo aceptó retirar su apelación cuando la Ley anti-terrorista fue ratificada y renovada en el Congreso, a pesar de que desde el pasado otoño había sospechas fundadas sobre la verdadera identidad de los bibliotecarios de Connecticut, ya que la prensa, con el New York Times a la cabeza, había empezado a desvelar sus nombres.

En una entrevista telefónica, el Fiscal de EE UU por Connecticut, Kevin O’Connor afirmó que si bien la Sra. Beeson acertaba en los plazos, erraba sobre los motivos del gobierno, ya que aseguró que su oficina no había obtenido permiso para informar al receptor de la carta de seguridad nacional de que la orden de confidencialidad había sido revocada, hasta que el Congreso no cambió la Ley en marzo.

Aproximadamente se cursan al año unas 30.000 cartas de seguridad nacional y resulta sorprendente que haya sido precisamente el Sr. Christian el protagonista de uno de los pocos casos de desafío a la Ley que hayan trascendido. A pesar de que Christian fuera objetor de conciencia durante la guerra de Vietnam, no había vuelto a señalarse en política desde entonces. Y a diferencia de los otros querellantes en el caso, todos bibliotecarios, él se dedica a la informática. Llegó incluso a declarar que no estaba seguro de poderse considerar bibliotecario. A lo que la Sra. Nocek replicó que ella pensaba que a estas alturas él se merecía un título honorario de biblioteconomía.

 

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